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1.

Los principios —en los textos, en la oratoria y en la vida misma— siempre deben de ser contundentes. Sin embargo, también implican cierta incertidumbre y, rara vez, están libres de errores o detalles perfectibles.


Quizá uno de los ejemplos más claros -y en cierto sentido más fundamentales- está en nuestras relaciones de pareja. Sin que necesariamente la consecución implique progresión, solemos empezar por causa de cierta inercia: a veces provocados por el instinto; otras movidos por la curiosidad y, en ocasiones, simplemente experimentando.


El otro día, mientras viajaba en metrobús, observé tres parejas -que me parece- ejemplifican suficientemente lo que son las relaciones en nuestros días.


En una, la chica parecía estar soportando al muchacho. No muy interesada en lo que él dijera, ocasionalmente respondía con una sonrisa forzada. Ésta me pareció como esas relaciones en las que sólo se está por estar, por miedo a la soledad.


La segunda, por otra parte, jugueteaba y hablaba mostrando —no sólo de modo figurativo— un incontenible deseo. Su "escuchar" no era atento, era un pretexto para tocarse, para coquetearse. Ésta, creo yo, era la pareja que se une por mera atracción sexual.


La última, de hecho conversaba, se atendían el uno al otro, se reían juntos, jugueteaban, se abrazaban y se besaban, pero no de modo arrebatado, sino con cadencia, con sentido. Ésta me pareció la mejor: el deseo estaba ahí pero no de modo desproporcionado, la compañía era real —sin necesidad ni fingimiento— y el diálogo —el compartir— era el medio para el amor.


¿Cuál es el principio y cuál es el final? Depende de qué se quiera en la vida. A mi parecer lo último debe ser lo más complejo y, a la vez, lo más sencillo. Lo que cuesta más construir pero menos disfrutar. Yo opto por el diálogo, por la vida en común. No creo que la posesión ajena sea compañía ni amor. Pero creo, ciertamente, que el amor no se consigue sin antes creer haberlo hallado en los lugares incorrectos.

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