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BEGOTTEN




Dios ha muerto; más bien, se ha suicidado porque no desea escuchar más a las creaturas miserables y pusilánimes que le suelen hablar y que le ensordecen con cada ruego por cada estupidés. Ninguno de esos seres supuestamente "inteligentes" entiende que no son el centro del universo: son polvo estelar, accidente pútrido de una noche de locura divina; y, como polvo, pertenecen a la tierra: Gaia.


La música y los inaudibles gemidos del dios postrímero se desatan en el baño de sangre que mancha sus ropas inmaculadas. ¡Mánchas de sangre divina que revelan a la débil creatura! Y luego, silencio. Aparece entonces Gaia: madre protectora que remplaza al dios ausente. Toca sus senos y gira sobre su eje acercándose al divino ser tendido y muerto; toma su miembro y, erecto, lo masturba hasta que la simiente se derrama sobre ella; la frota y la recoge con sus dedos, levanta sus faldas y, acariciando armoniosamente su pubis, baja sus dedos con la simiente y los introduce en el horno de su ser: concibe a un hijo.


Luego, cambia la escena y aparece la Madre Tierra frotando su seno fecundado y, en el campo, nace de ella un hombre adulto, indefenso e idiota que se retuerce en la hierba. Tiembla ciego y ella se marcha: no hay nadie que lo proteja. Es de noche y unos hombres se acercan al ser, despojo, abandonado; el hijo de la tierra y el divino no emite más que el sonido de su respiración entrecortada; los hombres lo atan y lo cargan cual siervo cazado. Llegan a un risco y el Huérfano se retuerce; sus captores le extraen el corazón, lo mordisquean, lo devoran y él sufre lentamente y tú escuchas el sonido de las cigarras y los dientes de los hombres hincándose en la piel del prisionero. Envuelven al hijo y lo suben al risco donde lo apuñalan y escuchas el líquido manar. Amanece y los hombres se han marchado, alguien se acerca al hijo: es su madre. Ella coloca un cordón sobre el cuello ensangrentado y avanza; su hijo se arrastra tras de ella por un camino que se adentra a un bosque; ahí la madre y el hijo son vejados; a ella la tumban de un golpe y con grandes ramajes la violan abriendo sus piernas mientras ella sangra constante; a su hijo, lo golpean una y otra vez; de ella acarician los senos en medio del bosque destruído; y, disfrutando, lanzan una y otra vez manos, dedos y ramas, en su abertura desgarrada de la cual mana agua y jugo. El hijo contempla impotente a su madre tendida; los hombres la envuelven y se la llevan.


Llegan los hombres a su morada y en ella disfrutan del cuerpo de Gaia: y escuchas las moscas zumbar y ves la sangre caer y una pared de carne y miembros acompaña el vuelo de las moscas mientras los hombres recogen despójos y sangre en su morada.


Ves al hombre abandonado: solo; ves al hombre sin dios, confiado a la tierra, débil y muerta; ves al hombre, descarnado, en medio del polvo, tendido en la mugre; ves al hijo arrastrarse bajo la luz que quema y a los hombres, caníbales, apoderarse de tí, golpeándote, matándote, devorándote.


Esta es la obra experimental del director E. Elias Merhige que salió a la pantalla en 1989; está repleta de un uso casi fotográfico de la cámara en donde la subexposición de la imágen es constante y el clarobscuro está siempre presente. El director experimenta contándonos la historia tanto con tomas a distancia así como con reflejos ya en agua, ya en humo. Los cambios entre escenas suelen ser por medio de la técnica de fundido y el paso del tiempo suele marcarse por el movimiento de los cuerpos y por los cambios de iluminación.


Es una cinta en blanco y negro, sin diálogo; pero que, como sea, cautiva por el uso de sonidos ambientales y, claro está, ciertas pistas que suelen reproducirse en el momento indicado.

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