Las ventanas de la casa nunca se abrían. Las cortinas dejaban pasar un sol traslúcido, sin iluminar las estancias, sólo mostraba el polvo que volaba y caía en los muebles. La puerta se abría de vez en vez y nunca por completo, sólo el espacio suficiente para entrar con dos bolsas del supermercado.
Era imposible que se colara un poco de aire en la casa, era un peligro mortal; María Magdalena Cué, leyó que tras la explosión de Chernóbil, se encontraron partículas radioactivas en la otra parte del mundo. El viento se las había llevado. La casa nunca se ventilaba y era una especie de búnker contra las enfermedades; no fuera a ser que se colara una partícula radioactiva y llegaran los mareos, los vómitos, las toses, la depresión, el llanto, el cáncer y la muerte.
La casa estaba impregnada de diferentes aromas, los guisos viejos mezclados con los nuevos, aceite reutilizado, cloro, humedad y cigarro. Todo olía a viejo, a polvo, a sucio. María Magdalena Cué temía a dos cosas más que a nada en el mundo, la primera era el deshielo polar y la segunda era el cáncer; sin embargo se había recluido, con una dotación de cigarros que le alcanzaría hasta el día del juicio, de ahí que fumara cajetillas viejas y desconociera las imágenes de pulmones negros, ratas, niños tosiendo y féretros que servían de advertencia en los empaques.
Cada vez que sufría un ataque de pánico, tomaba un cigarro entre sus dedos, lo observaba detenidamente, lo giraba, después de varios minutos lo encendía y lo fumaba lentamente. Había por lo menos dos ceniceros en cada habitación, cuando se llenaban hasta el tope, caminaba y dejaba caer las cenizas y las colillas al azar. La casa sería una pocilga, si no fuera por la mano invisible de Juana que limpiaba cuanto podía.
María Magdalena Cué fue en sus mejores años una actriz secundaria de telenovelas; después pasó a ser presentadora de un programa de chismes y terminó como vidente en el canal de horóscopos; hasta que un día en plena transmisión en vivo, se contorsionó y gritó que siete demonios la poseían cada noche.
Los motivos de su reclusión fueron básicamente tres: por un lado, nunca fue una actriz exitosa, después de parir nunca recuperó las medidas requeridas para posar desnuda y el escándalo fue tan grande que era mejor recluirse en su cuarentena.
Leyó en una botella “todo con medida” y de ahí pasó al “conócete a ti mismo”, aquella revelación mística le mostró un mundo nuevo, en el que no había mejor conversación que la que mantenía con ella misma. No tomaba una sola decisión sin antes consultarla con su “yo interno”, como ella le llamaba, después concluía y siempre se refería a ellas mismas como si fueran más de una mujer contenida en un sólo cuerpo.
Cualquier extravagancia resultaba algo normal y los habitantes de la casa se acostumbraron rápido a dirigirse en tercera persona del plural a María Magdalena Cué. Juana le gritaba desde la cocina “¿qué quieren las señoras para desayunar?” Respondía con una voz aguda, después de una larga deliberación “estamos a dieta, Juana, queremos té y galletas de fibra”.
El otro habitante era su hijo. En la casa era conocido como “el niño”; María Magdalena Cué, le decía a Juana: “tráenos al niño”, o “llévate al niño; nos tiene hartas”. Si acaso lo bautizó, el nombre bajó el que quedó registrado nunca se mencionó en la casa. El niño no iba a la escuela para evitar que regresara con las bacterias de los otros niños. Era muy callado y crecía lentamente, como un animal pre-lingüístico, escondido entre la falda de Juana y amontonando las cajetillas de cigarros como si fueran Legos.
Al pequeño niño le asustaba su madre la mayor parte del tiempo. El poco afecto que el niño recibía era de Juana, quien le juraba que ellas lo amaban aunque no supieran demostrarlo. En una ocasión, el niño, le preguntó a María Magdalena Cué, si podía abrazarla, ella lo detuvo en seco, alzó su mano izquierda y dijo “¿queremos que nos abrace?” El niño la miraba fijamente desde el umbral de la puerta. Movió el índice derecho y dijo “queremos”, luego el izquierdo “no queremos”, los alternó hasta concluir “no queremos, sé bueno y vete”.
El señor Cué era el único que no le hablaba como si fueran dos mujeres, porque ni siquiera le hablaba. Era un hombre satelital, aparecía en la casa de vez en cuando, por lo que no puede considerarse como un habitante regular, dejaba dinero, mecía al niño y evitaba quedarse más de quince minutos. Le desesperaba ver las revistas apiladas y tener que esquivar los triques que guardaba su mujer como si se tratara de una bodega. La verdad es que el señor Cué, nunca tomó en serio a María Magdalena Cué. La conoció cuando, ella recién llegó a la ciudad y, aunque no sabía hacer casi nada, la contrató como secretaria. Engañó a la primera señora Cué con María Magdalena, en ese entonces tenía otro apellido y había dejado de ser señorita según las costumbres de sus padres; y le consiguió un pequeño papel en la novela de las ocho. La hubiera abandonado pronto de no ser porque llevaba en sus entrañas al primogénito Cué, era una mujer aburrida y el sexo era mediocre; fue entonces que se decidió a convertirla en María Magdalena Cué, la segunda señora Cué.
El señor Cué se hartó pronto de la vida familiar, por lo que mantenía la casa y otro departamento en el que podía dormir sin los reclamos de su esposa, por las otras mujeres a las que, era bien sabido, también les pagaba una modesta renta. Sólo iba un vez al mes como un guardián del orden, un habitante esporádico, al que no le importaba la suciedad e ignorancia en la que vivía su hijo porque la madre le desesperaba, al grado de que se odiaba a sí mismo por haberse acostado con ella.
Quizá las cosas hubieran seguido así hasta que se la llevara la muerte; porque, por vieja que sea una persona, no es garantía de que sea inmortal.
Despertó a medio día con un terrible dolor de cabeza. El pequeño niño llevaba horas llorando en su habitación; María Magdalena Cué estaba harta de escucharlo, encendió la televisión y subió el volumen. Las horas pasaban y el niño no dejaba de llorar. Cuando no soportó más el llanto, fue a buscarlo, el niño ardía en fiebre. Tras el ritual manual de preguntas y respuestas concluyó: “te bañaremos y te sentirás mejor”.
Fue a la cocina y puso a hervir agua en dos ollas. Mientras el agua se calentaba, llevó al niño a la tina y lo desnudó. Volvió con dos ollas, el niño sollozaba, lo giró contra la pared y dejo caer el agua hirviendo desde la cabeza hasta los pies. El niño dio un alarido, ella, desesperada, tomó el estropajo y enjabonó al niño. Mientras más se quejaba, más lo enjabonaba, lo tallaba como si quisiera quitarle la mugre de meses, el niño no dejaba de llorar. Tomó la otra olla y dejó correr el agua por el pequeño cuerpo. El niño gritó nuevamente y lloró desconsolado. María Magdalena Cué tomó una toalla y comenzó a secar el cuerpo quemado del niño; lloraba cada vez que lo tocaban y ella, desesperada, restregaba la toalla con más fuerza. El pequeño cuerpo estaba rojo por las quemaduras del agua y la fricción, en algunas partes se despellejaba. Cargó al niño, lo envolvió con una sábana y lo encerró en su cuarto. “Te castigaremos porque eres un niño muy malo. Lloras todo el tiempo y tenemos dolor de cabeza”. Toda la tarde vio la televisión y fumó un cigarro tras otro. Por la noche fue a revisar al niño. No lloraba y estaba muy quieto envuelto en la sábana.
María Magdalena Cué lo zarandeó para que despertara, pero el niño no abrió los ojos. Soltó un quejido que pareció más una exhalación porque tenía tan poca fuerza que a penas podía respirar. María Magdalena Cué tomó un cigarro, lo observó detenidamente y finalmente lo encendió. Siempre que fumaba pensaba con claridad. El niño no estaba muerto, pero no podía llevarlo al hospital; no puede existir un lugar con más enfermedades y muerte. No quería exponerse a un contagio. Juana no estaba. Hace años que no manejaba por temor de que un narcoléptico se durmiera, chocara contra ella y cayera del segundo piso del periférico; no tenía teléfono porque en caso de descomponerse no quería dejar pasar al técnico por tratarse de un desconocido; tampoco celular, porque la radiación podría generarle cáncer; y no conocía a sus vecinos, por temor a que alguno de ellos hubiera visto el video de su escándalo por internet y la reconociera.
“¿Qué hacemos?” Se preguntó al tercer cigarro. “¿Recuerdan lo que nos dijo la curandera sobre la cura de la parálisis?”, movió el índice derecho. “¿Nos lo dijo o lo leímos?”, movió el índice izquierdo. “¿Lo hacemos?”, índice derecho, o “¿no lo hacemos?”, índice izquierdo. Discutió por mucho tiempo, hasta que se levantó y fue a buscar la plancha. María Magdalena Cué envolvió al niño con la sábana y la humedeció. Esperó a que la plancha se calentara. Cuando el foco dejó de parpadear, planchó al niño.
En seguida reaccionó e intentó moverse, pero María Magdalena Cué lo sujetó con fuerza, con una mano y con la otra siguió planchando. La sábana pasó del blanco al café, entonces desconectó la plancha, le dio una palmada al niño y se fue a dormir.
Cuando el señor Cué llegó al día siguiente, buscó por la cocina y el baño al niño; la casa estaba muy silenciosa, así que no le quedó más remedio que despertar a María Magdalena Cué. “¿Y el niño?” “Allá”. El señor Cué salió de la habitación más sucia, esquivando revistas, corpiños y vasos. Entró a la habitación del niño y lo vio acostado en un rincón, envuelto en una sábana, desde la cabeza hasta los pies. Se asustó de verlo tan quieto; cuando lo llamó no respondió. El señor Cué se acercó al niño y alzó de un solo movimiento la sábana despegándole la piel del torso. El señor Cué gritó de espantó y cubrió el cuerpo, ya frío, del niño.
“¿Qué hiciste, maldita loca?” Le preguntó a María Magdalena Cué, quien simplemente respondió, “solamente lo planchamos”. “¡Lo planchaste! ¡Estas loca! ¡Lo mataste! ¡Mataste a mi hijo!” Ella no entendía el enojo del señor Cué; “la receta decía que lo plancháramos hasta que la sábana se hiciera café”.
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El señor Cué cargó el cadáver del niño y salió de la casa; María Magdalena Cué cerró la puerta aterrada por las partículas radiactivas de Chernóbil, encendió un cigarro y hojeó una revista. Cuando llegara Juana, le pediría que revisara al niño, porque ha estado muy inquieto y su llanto le taladra la cabeza.
Juana no llegó aquel día, pero el señor Cué volvió acompañado de dos enfermeros del hospital psiquiátrico. María Magdalena Cué le dijo, “cariño, planchamos al niño, pero sigue llorando”.