Cuando somos obligados a esperar entre desconocidos y sin poder escudarnos detrás del celular, es natural el aburrimiento. La falta de un iPhone, Tablet, por no decir de un libro o revista, nos obliga a mirar cualquier cosa. No hay mayor diversión que mirarse las uñas, analizar cada milímetro de mugre y barniz. Tan sólo unas horas antes, mis dedos habían sido irrelevantes, ahora, en la espera, eran fascinantes. El movimiento de cada falange, el recorrido de las venas. Descubrir los mismos surcos o alguno nuevo, que hasta entonces no había mirado; incluso entiendo el encanto de los gitanos, que buscan el futuro en las líneas de la mano. Otras actividades comunes son jugar con la pluma, mover un pie, mirar a los otros, al vacío o al piso; buscar cualquier cosa en las bolsas y bolcillos. Sabemos exactamente lo que cargamos, sin embargo buscamos cualquier objeto que sea capaz de distraernos.
La sala de espera de la Secretaría de Relaciones Exteriores cuenta con sillas lo suficientemente incómodas para evitar cualquier tipo de adormecimiento. Sus respaldos están tan inclinados que cada vez que te recargas tienes la sensación de que puedes caer. El lugar genera una especie de letargo y estado de alerta simultáneo. Todos estamos pendientes de escuchar el nombre que sólo es familiar y reconocible para cada individuo.
Se cruzan pocas palabras entre los desconocidos, todas relacionadas con documentos y tiempo de espera. Son pocas porque todos esperamos escuchar nuestro nombre pronto y, el conversar, aunque elimina el aburrimiento te puede hacer perder el turno. Existe un tipo de cortesía compasiva, todos padecemos el mismo suplicio de la espera. Nos miramos unos a otros. Cada par de ojos le dice al otro cuánto tiempo lleva esperando, como si las estatuas hablaran.
No nos atrevemos a movernos, ni siquiera para ir al baño; es preferible mearse en la silla, a ser llamado, perder el lugar y esperar que un burócrata decida escucharte decir que sólo fuiste al baño.
Precisamente por mi aburrimiento y falta de distractores me decido a escribir una crónica del lugar más aburrido, con la esperanza de que el tiempo pase rápido. Miro y escribo. Las mujeres son las que parecen más nerviosas: se arreglan el cabello y revisan su maquillaje en los espejos de mano. Quizá es el hecho de la vanidad que va ligada a la fotografía. Un despliegue absurdo de coquetería femenina ante un burócrata que no les pedirá su número de teléfono.
Por si acaso, comprobé que el único lado del que tengo pelo siguiera en su sitio. Antes de entrar lo sujeté con pasadores para evitar la molestia del recordatorio, de que la fotografía debe ser con la frente descubierta. De todas maneras no soy fotogénica y toman de tan mala gana la fotografía que, hagas lo que hagas, y sin importar tus genes, saldrás mal.
Los hombres parecen tomar la espera con más calma, estoicamente revisan sus documentos o esperan con los brazos cruzados. Hubiera continuado reflexionando sobre la espera y la inmortalidad del cangrejo cuando, de pronto, ocurrió un simple alboroto que rompió con la monotonía del lugar: la aparición del chivo expiatorio.
Una mujer acababa de entrar en la sala. Todos dejamos nuestros pequeños distractores para observarla. Las mujeres la miraban con el espejo en la mano y los hombres dejaron sus documentos y se agitaron en las sillas. Tendría aproximadamente 50 años bien llevados por las cirugías y el gimnasio. El cabello castaño claro, con peinado de salón, le llegaba a los hombros. Ignoro el color de sus ojos porque la luz eléctrica era tan intensa que, para evitar lastimarse la pupila, llevaba lentes de sol; seguramente Ray Ban o Prada. Caminaba como si estuviera en una pasarela de Chanel; su figura esbelta se estilizaba con tacones de 12 o 15 centímetros que combinaban con un vestido sin mangas de color fucsia. El invierno parecía no afectarla porque iba vestida como si fuera verano a pesar del frío. Sus senos desafiaban la ley de la gravedad y la firmeza... eran poco naturales. Ella en todos los aspectos era más artificial que natural. ¿Qué importaba? Con o sin botox e implantes, de cualquier modo era guapa, ella lo sabía y todos la mirábamos.
Yo estaba encantada con las reacciones de la gente, era un pequeño e improvisado experimento sociológico.
La diva buscaba un asiento. Habían varios lugares desocupados, pero ninguno era lo suficientemente bueno para ella. La distancia requerida para evitar mezclarse no era apropiada. Todos la mirábamos, pendientes de cualquier movimiento. Nadie hablaba. El silencio que se hizo en la sala, se interrumpía, tan sólo, por el sonido de sus tacones.
Al fin se decidió por una silla en la primera fila, rodeada de otras mujeres, quizá a propósito o quizá inconscientemente, decidió rodearse solamente de mujeres para hacer patente el contraste. Grupo control y grupo experimental.
Antes de sentarse sacó de su Louis Vuitton un kleenex y pretendió quitar toda espora de humanidad restante. Por supuesto que el kleenex no volvería a su bolsa, cuyo valor aproximado es de al menos 15 mil pesos, sino que lo tiró en el lugar que consideró más apropiado: el piso.
Después tomó su iPhone 6 de la bolsa y jugó solitario en lo que esperaba ajena a todas las miradas. Los policías jamás le pidieron que lo guardara como hacian con el resto de nosotros. Cada una de sus acciones la convertía en el chivo expiatorio.
Los hombres la miraron, pero sus reacciones no fueron interesantes. Por el contrario, las reacciones femeninas fueron interesantes y entretenidas. Me incluyo dentro de dichas reacciones, mi vanidad aunque no aspira a la estética me traicionaba. Miraba a todos como ratones de laboratorio, pero yo, también era un ratón que participaba en el experimento.
La presión que la mujer alfa desató, se hizo evidente cuando el resto de las mujeres, mejor coordinadas que un pelotón del ejército mexicano, buscaron en sus bolsos el espejo y el maquillaje. Rímel; labial; rubor; alto.
Antes de que la mujer alfa llegara, algunas se habían dado “una manita de gato”, como coloquialmente se dice. Después de su llegada todas sentimos presión por vernos como ella. Desde un análisis externo, podría decirse que envidiaban su porte al mismo tiempo que lo despreciaban, se despreciaban por no verse como ella, pero no querían ser ella. Se contradecían. Era burla y envidia. Burla porque se juraban que se veía falsa y envidia porque ellas no se veían igual de falsas. Las mujeres querían pasar del anonimato al centro de las miradas y se incomodaron por ese deseo culposo. Incluso una niña, de quizá unos 12 o 13 años, la miraba con una sonrisa burlona y después le murmuraba algo a su madre.
Las mujeres, que momentos antes éramos desconocidas, nos convertimos en cómplices. Nos comunicábamos con miradas; la calumniábamos y la convertimos en el chivo expiatorio de nuestro aburrimiento.
Habían pasado a lo mucho 15 minutos, cuando se escuchó un apellido compuesto y rimbombante. La mujer alfa se levantó y caminó hacia la ventanilla número 7, con la prepotencia justificada por el estatus de las marcas que llevaba puestas.
Apoyó su bolsa, se quitó la gafas y sacó su polvera. Tenía que maquillarse justo cuando la iban a fotografiar. Colocó sus manos en la cadera y le tomaron la foto. No le agradó. El burócrata esperaba pacientemente, le sonreía, la miraba. La mujer alfa volvió a retocarse la nariz, se acomodó el cabello, se cambió de collar y volvió a posar como si fuera una fotografía para Vogue. Faltó poco para que le modificaran la luz y le llevaran un maquillista. Arregló su cabello y se puso nuevamente las gafas, quizá no le molestaba la brillante luz blanca, sino que el día anterior había cancelado su cita con el cirujano y eran evidentes las arrugas alrededor de los ojos. El burócrata le hablaba con una sonrisa boba, con un ojo en el escote y el otro en la computadora. Empezó a buscar en su bolsa, tomó otro kleenex, limpió el escáner, no podría colocar sus finos dedos en el mismo lugar que cientos de mexicanos lo habían hecho. Le tendió la mano al burócrata y éste recibió el kleenex como si hubiera sido una reliquia del mismísimo Cristo. La mujer firmó, colocó sus huellas y salió.
Mientras la miraba sonreía, sus actitudes de diva eran demasiado divertidas. Pronto caí en cuenta de un pequeño detalle que me quitó la risa burlona y el buen humor: el tiempo. Llevaba un poco más de media hora esperando mi turno, desde antes de que la mujer alfa llegara y después de que se fuera seguía sin pasar.
Ella esperó muy poco tiempo e incluso en la ventanilla esperaron que se empolvara y eligiera la mejor fotografía. Una concesión que no iban a tener ni conmigo ni con los demás. La burocracia parecía querer decirnos que para esperar lo menos posible, es necesario un apellido rimbombante; una moraleja que traducida en otros términos nos dice que es necesario el poder adquisitivo y las minifaldas.
Finalmente pasé a una ventanilla. Me tomaron la fotografía. Ni siquiera la vi, poco hubiera importado si hubiera salido bizca o con los ojos cerrados. Firmé y pude continuar a la siguiente sala. A la siguiente espera.
Era evidente, que la mujer alfa no estaría ahí. Ella no tenía que esperar más. El resto de nosotros seguimos esperando la entrega del pasaporte, según los caprichos del azar, o mejor dicho, por el humor del burócrata en turno.