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In sa´Allah (El Cairo)

Para Mohamed, porque la familia es más que una cuestión de sangre.

Abdul, Tarek, Ahmed y Walaa, que hicieron de lo desconocido un hogar.

No soy una persona de hábitos, sino de manías. Me desnudé como todas las mañanas frente al espejo y comprobé el número de células muertas que desprendía mientras se calentaba el agua. Esperé a que el agua estuviera realmente caliente; no dudo de mis sentidos, pero tengo la costumbre de verificar con el pie derecho que el azulejo rojizo del baño esté húmedo. Me disponía a entrar, como todos los días. Cerré levemente los ojos y con la misma velocidad de un pensamiento, me vi tirada con el agua mojándome la cara. En cuestiones psicológicas y paranormales, algunos podrían pensar que se trató de un déjà vu o una premonición, pero no creo en los poderes psíquicos. Para mí fue un simple accidente. Cuando abrí los ojos, sin siquiera saber cómo sucedió, ya estaba en el piso. La cancelería, rota, se encajaba en mis vértebras de una manera extraña y atravesaba mi pelvis. No sabía que pudiera contener tanta sangre; se mezclaba con el agua y todo se iba por la coladera.


Desperté con la convicción de que esa no era mi regadera, sino una en un lugar remoto. Un freudiano me explicó que el sueño en sí era muy evidente. La caída era sinónimo de represión, mis vértebras eran en realidad un falo y la sangre mezclada con el agua se relacionaba con mi madre. Tan evidente y predecible es mi inconsciente, que todo lo relaciono con la represión, los falos y mi madre. En principio, el freudiano dentro del sueño, se explica como una alucinación por pérdida de sangre. Quizá sean mis obsesiones, pero los sueños repetidos siempre me inquietan.


Con o sin significado, soñé cada noche la misma escena; la misma parsimonia, secuencia y manía, acepté, como un hecho de mi vida cotidiana, la caída en El Cairo y la sangre.


¿Por qué El Cairo? No lo sé. Quizá ahí sucede todo. Además ya tenía un boleto, con tres escalas: Madrid, Tel Aviv, Amman, para economizar gastos, y finalmente El Cairo.


La arena volaba de un lado a otro, haciendo de la ciudad, la continuación del desierto. Las calles de El Cairo, no estaban llenas de polvo, sino de arena; los pequeños granos amarillos y los edificios blancos reflejaban el Sol y hacían del paisaje, una imitación urbana de las dunas. Una ciudad viva a toda hora, especialmente durante el Ramadán. El Cairo tiene insomnio y jamás duerme. Una ciudad que bien puede definirse como un caos organizado, casi armónico. La inexistencia de semáforos se sincroniza perfectamente con los conductores que al tiempo que saludan a los otros, esquivan peatones. Se hablan tres lenguas: el árabe, la gesticulación y los cláxones. Es cuestión de acostumbrarse al ruido continuo, a la arena y a la alta probabilidad de ser atropellado y tomarlo con la misma tranquilidad con la que los musulmanes esperan a que se oculte el Sol para romper el ayuno en algún café a las orillas del Nilo.


Los días son largos en el desierto, casi parecería que el tiempo se detuvo, Masr, permanece suspendido en una especie de atemporalidad surreal. Egipto es la punta de la pirámide que cargan los elefantes de patas largas y esqueléticas.


Atravesar las calles de El Cairo es un desafío a la muerte y el cisne negro de las leyes de la física. Existen dos posibilidades, correr y que todos te esquiven sin siquiera bajar la velocidad o confiar en que de manera misteriosa fueras capaz de dispersar tus partículas. Sin embargo cruzar la amplia avenida de el Kalifa al Maamon no era la hazaña más peligrosa que hubiera enfrentado. Ya había sobrevivido a un retén de los zapatistas, a una balacera en Hebrón y la persecución de seis negros en Palermo.


Hasta que ocurrió lo más absurdo que podría ocurrirme. Como todo lo absurdo, comenzó con algo bastante simple, pero esa simpleza desencadenó un suceso absurdo tras otro, hasta que todo fue caos. Un caos minúsculo y sin importancia, que se añadía como una gota más, al caos concéntrico de una ciudad hecha de arena, palomas y ayuno.


Mi estancia en Egipto hubiera transcurrido como la de cualquier turista. Es ridículo que tras exponerme tantas veces al peligro, resbalara en la tina del hotel.


Me había olvidado completamente del sueño, pero lo recordé inmediatamente. Al menos no había tanta sangre. De haber ido acompañada, alguien habría notado que tardaba y me habrían buscado. Llevaba al menos cuatro horas tirada y cientos de litros de agua desperdiciada, cuando la recamarista con un hiyab azul, me encontró desnuda, para su espanto. El agua tibia que caía sobre mi cara evitaba que me desmayara del dolor y del horror de ver que el fémur había traspasado la piel y se quebraba en un ángulo irreal. La mujer salió corriendo en cuanto me vio, y por un momento temí que no regresara. Cuando volvió, la acompañaba el gerente y un botones, ambos me cubrieron con una toalla y procuraban no mirar. Maldije que no miraran, porque de haber mirado, hubieran notado que mientras me llevaban a la cama, golpeaban la pierna con las paredes. Ellos interpretaban todos mis sonidos como gritos de dolor y yo sólo escuchaba el árabe en susurros, como los de una serpiente.


El dolor distorsionaba mi percepción del tiempo, por lo que no sería exacto decir que la ambulancia tardó más de siete horas. Quizá pasó más tiempo. Llegaron dos camilleros; me acomodaron en lo que parecía un camastro con ruedas, uno a otro se decían lo que parecían instrucciones. Yala, yala, repetían mientras pujaban para hacerme subir a la ambulancia; una minivan vieja con los asientos abatidos, con una media luna roja. Procuraba centrar mi atención en los detalles, así al menos me olvidaba un instante del fémur. Claro, en un país musulmán no hay cruz roja. ¿Cómo serían las ambulancias en un país budista? ¿En la India? Con tantas castas y religiones seguro que tenían varios símbolos o quizá la ambulancia fuera de un solo color. Pensar en otras cosas me distraía. A pesar de estar aturdida, me preocupó ver el polvo sobre la mascarilla y la falta de otros aparatos. Sufrir un ataque al corazón, era cuestión de resignación, pues en caso de que la ambulancia llegara cuatro horas después de haberla llamado, no contaba con desfibriladores. Quizá incluso en la actualidad, para llamar a alguien de la tumba, es preciso usar el libro de los muertos. Al menos sólo es un pierna rota.


El radiólogo no estaba. El camillero, que además era conductor, también tomó la radiografía. Esperé en el consultorio con tres enfermeras. Entre señas y los gemidos inefables de la confusión de lenguas, pregunté dónde estaba. Tendría que avisar a alguien, de otro modo estaría perdida en El Cairo. En el hotel sabían. Quizá alguien preguntaría por mí o quizá informarían a la embajada. La enfermera más joven, cubierta por un hiyab blanco, señaló el piso y dijo “Ibn Sinâ”. “Shukran” le agradecí en un árabe mal pronunciado. Por un momento me hubiera gustado reír. Recordaba un fragmento, acerca de la revelación profética en sueños, que escribió Ibn Sinâ, por paradójico que fuera estaba tumbada en un hospital que llevaba su nombre.


El pequeño consultorio se llenó. El calor se dejaba sentir, casi con la misma intensidad que el calor agobiante de la calle. Entre la pierna rota, el calor y tanta gente que hablaba de mí, sin que pudiera comprender ni media palabra, me sentí abrumada. Grité: “¡Corta la pierna!” Los párpados me pesaban.


El médico y las enfermeras aprovecharon mi inconsciencia para entablillar la pierna. No era una posición cómoda, pero al menos si no veía el hueso me sentía más tranquila y era capaz de disimular el dolor. El médico, los camilleros, las enfermeras y dos hombres del seguro discutían qué hacer conmigo. Nunca había visto tanta gente en una consulta, por lo general está el médico, el paciente y un acompañante. Yo no era un caso especial; la puerta estaba abierta y alcanzaba a ver otros consultorios; el enfermo yacía y lo acompañaban el médico, más de dos enfermeras y la familia completa. Todos recibían al mismo tiempo la noticia y opinaban al mismo tiempo a gritos. La multitud en los consultorios no estorbaba; porque en Egipto, son los mismos hombres los que te acompañan a la mezquita durante la oración y en la consulta durante la enfermedad.


Se hizo el silencio en mi consultorio. El médico comenzó a hablar lentamente, esperando a que uno de los hombres del seguro tradujera. En pocas palabras, por el tipo de fractura, tenían que operar para salvar la pierna. ¿Y si me operaran en casa? El vuelo sería imposible. El dolor era insoportable y además se podría formar un coagulo y perdería la pierna. El Cairo parece tan remoto. La única referencia medica con la que contaba, era el excelente trabajo que hicieron con la momia de Ramsés II. Con pavor acepté que operaran y cerré los ojos.


La punzada me hizo despertar. Abrí lentamente los ojos y vi la pierna entablillada. Creí que la operación sería inmediatamente. Alcé la sábana para mirar mis piernas. Faltaba una. Cortaron una pierna, mientras que la otra seguía entablillada. Con horror vi el muñón vendado. Lo tomé con calma. Nada de lo que sucedió después del accidente me parecía real. El accidente en El Cairo era como un sueño y si eso era un sueño, seguro que seguía soñando. En éste punto, nada me sorprendía. Añadir una cosa más a la lista no cambiaba las cosas. Seguramente son expertos en reconstruir cuerpos, la vida entre tanta arena debe ser brutal, ¿qué dificultad encontrarán en una pierna rota y un muñón? No hay por qué escandalizarse. Sólo es un muñón.


Al principio lo tomé con calma, pero el dolor continuaba. Grité y fue entonces que abrí los ojos de verdad. Un sueño dentro de otro sueño. ¿Y si fuera la continuación del primer sueño? Las noches no son tan largas. Parecía que llevaba meses en El Cairo, los días se me confundían. No sé si dormía demasiado o si nunca cerraba los ojos. Los acontecimientos parecían interminables, una especie de purgatorio, en la que no tenía otra opción que esperar pacientemente un tiempo indeterminado a que otros actuaran por mí.


“Tranquila, es la fiebre. Te operarán, pero en otro hospital. Mientras dormías arreglé todo. He encontrado al especialista”. Mohamed había llegado justo a tiempo, mi único contacto en El Cairo; dijo que lo había arreglado todo y confiaba en él, sin importar que fuera la tercera vez en mi vida que lo veía. Lo último que vi antes de entrar al quirófano, fue a Mohamed, señalando hacía arriba con el índice.


Cuando salí de la operación, dejándome conducir y asintiendo a todo lo que me decían aunque no entendiera nada, me sorprendí de encontrar a Mohamed en la habitación. “As salaam alykum”, sonrieron por mis balbuceos árabes. “Aleikum as salama. Qué bueno es verte. Estás lejos de casa, pero ahora somos familia. Entonces es lo mismo que estar en casa”. Quizá era la situación, que momentáneamente me hizo sensible, pero si ésta tierra vio que de una piedra en el desierto brotaba agua, era de esperar que mis sentimientos rocosos terminaran por ceder.


Mis dos piernas se encontraban en su lugar, una, reforzada por una placa de titanio y una venda que cubría las 30 grapas con las que cerraron la herida. Después de explicarme la operación y que permanecería al menos una semana en El Cairo, pregunté si volvería a caminar. El médico y las enfermeras esperaban la traducción de Mohamed. Todos nos miramos. Sabía la respuesta. Con el índice apuntando al cielo y perfectamente coordinados respondieron “In sa´Allah”.

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