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De Barranca a Polanco


Foto tomada de: http://www.athousandturns.net/page/35/

Dos ciudades opuestas coexisten en el Distrito Federal, ambas igualmente caóticas y laberínticas, sin embargo las reglas que rigen la ciudad de la superficie no son las mismas que las del subsuelo.


Un primer rasgo distintivo es la heterogeneidad que tiene la superficie, fácilmente se distinguen las zonas según el pavimento, el alumbrado, las construcciones, los coches que circulan y anuncian las diferencias de clase. Quizá solamente en Santa Fe las dos realidades paralelas se alcanzan a contemplar fácilmente, miras una Hummer cruzar la maraña de casas pobres en las barrancas.


El metro impone la igualdad del subsuelo, los cambios de un lugar a otro son insignificantes y prevalece la homogeneidad a pesar de la gran biodiversidad de la fauna citadina. Todas las estaciones de la ciudad del subsuelo se caracterizan por los muros color beige y piso uniforme, feo y resistente, y que es rasgo de algunas otras construcciones de la ciudad. Si acaso, una línea del metro se distingue de otra por el color y la imagen de la estación no por la zona que yace sobre ella.


En el subsuelo, el metro, las clases sociales desaparecen o quizá es más acertado decir que es una sola, la utopía comunista puede vislumbrarse especialmente en los vagones. Sumado al comunismo quizá podríamos añadir que el metro es una experiencia estética donde lo imaginario y real existen simultáneamente y nadie parece notarlo.


Esto va desde las mujeres que convierten el vagón en un salón de belleza en el que se depilan y maquillan (porque es mejor llegar tuerta que fea), pasando por los padres de hijos pequeños que para aumentar sus defensas, les permiten babear todo lo que sus manos tocan (al fin y al cabo sólo millones de usuarios que previamente desinfectaron sus manos han dejado sus gérmenes ahí), también podemos encontrar las parejas que hacen del vagón una versión pública del motel, hombres que caen en una somnolencia semejante al coma para no ceder su asiento (aunque es bastante más común de lo que se piensa quedarse dormido y pasarse de estación), los atuendos de los chakas que cargan un San Judas cada 28, personajes que sólo podrían catalogarse en un bestiario y toda aquella persona que hace del metro una extensión de su casa, porque es un hecho cotidiano que pasamos más horas en el transporte que en nuestro propio hogar.

La noción del tiempo se pierde y poco importa si es de día o de noche porque somos iluminados por soles eléctricos. El aire que circula es el mismo en todas las estaciones y por lo mismo es indiferente la época del año. Las variaciones climáticas, si acaso pueden percibirse como un aumento de temperatura proporcional a la masa contenida en el vagón. Es el sauna público patrocinado a bajo costo costo por el gobierno federal.


Desde los primeros escalones que descienden al subsuelo sabes que te has convertido en un pasajero más, un Anónimo que recorre las venas de la superficie, completamente ajeno a marchas, accidentes y tráfico. Una vez que te encuentras en la ciudad del subsuelo, pierdes la identidad a pesar de que eres consciente de tu propio cuerpo.


El lunes pasado bajé los escalones con la prisa habitual de todos los usuarios, algunos tienen la pericia de bajar o subir escalones de dos en dos, sin embargo mis piernas cortas y mi torpeza me impiden tales acrobacias. No me ahorré la apatía de la mujer de la taquilla, quien tomó la tarjeta y las monedas sin hablar, con el mismo gesto mecánico que una máquina hubiera tenido; no es de extrañar todo comportamiento autómata, por regla general la inexpresividad es el rostro que debe llevarse en el subsuelo.


Ya lo había dicho Cortázar, en los vagones está prohibido el contacto visual, aunque no por ello dejas de observar y ser observado con disimulo; los únicos exentos de la regla son los niños, que miran y hablan descaradamente e incluso señalan con el dedo, y quienes poco a poco son amaestrados para no mirar a los ojos y espiar por los reflejos de la ventanilla.


Después de los incidentes de la línea 12 del metro, la dorada, y la profecía sobre los cadáveres entre los rieles debido a su pésima construcción, preferí atravesar rápidamente la glorieta, de la estación de Mixcoac, para evitarme el accidente (porque nunca se sabe si ese día la construcción puede colapsar) y me dirigí hacia la línea naranja, que es por mucho más profunda que la dorada y me adentré todavía más a las profundidades del subsuelo.


Aparentemente moverse en el metro es mucho más sencillo. Basta con subirse al vagón que te llevará a tu destino y el resto depende del conductor, del buen mantenimiento de los rieles y de que no coincida tu viaje con alguna intención suicida. Sin embargo nos enfrentamos a una problemática, lograr subirse a uno de los vagones; la conglomeración llega al grado de hacerte pensar que toda la población mexicana reunida quiere lo mismo que tú: entrar al metro sin que tu integridad corporal sea dañada y si no es mucho pedir que la cartera permanezca en su sitio.

Logar subir a un vagón en hora pico, es una odisea que requiere la fuerza de un jugador de americano y los reflejos de una trucha para deslizarse entre el cardumen citadino.


Es preciso mimetizarse con alguna de las fuerzas ya que no es posible la dispersión de partículas: una masa empuja para salir y otra para entrar, las miradas se cruzan por primera y única vez sabiendo que la apertura de las puertas es la señal para comenzar la carrera.

En una ocasión en la estación de Balderas, una de las más conglomeradas y gigantescas, un muchacho resistió estoicamente, sujetándose con toda su fuerza al tubo mientras su cuerpo se movía conforme la marea de gente quería, sin ánimo a la exageración, podría asegurarles que por breves momentos su cuerpo entero quedó suspendido, sujetado sólo con sus dos manos al tubo, violó la ley de la gravedad.


En otras ocasiones, los vagones parecen verdaderas latas de sardinas, todos los pasajeros se apilan verticalmente, la respiración se vuelve difícil e incluso parece imposible si algún pasajero osa moverse. Cada vez que se abren las puertas y la cantidad de pasajeros que baja es inversamente proporcional a la cantidad que sube, el vagón se convierte en un juego de tetrix en el que las nuevas piezas se acomodan incluso en las posiciones más extrañas con tal de no esperar el siguiente metro. La única acción posible es resignarse a la inmovilidad, procurar no respirar y pretender que no es notoria la fraternidad humana que promueve el roce de los cuerpos.


Aquel lunes por la prisa y los nervios de llegar a tiempo a la estación del metro Polanco, me equivoqué de dirección. Subí sin problemas a uno de los vagones de en medio y me sentí afortunada de que fuera tan vacío que pudiera acomodarme en un asiento cercano a la puerta.

El metro avanzó y pronto llegamos a la siguiente estación. Cada uno de los pasajeros tomó sus cosas y salió; si acaso uno que otro me dirigió una mirada, pero ninguno dijo nada.


Las puertas se cerraron en Barranca del muerto. El tren avanzó nuevamente. Permanecí sentada mientras leía el prólogo de Tres tristes tigres. El metro se detuvo en un túnel, cosa nada fuera de lo común, por lo que seguí leyendo. Mi lectura e imperturbabilidad no se habrían turbado de no ser porque de pronto me di cuenta que llevaba al menos cinco minutos sin moverme.


Alcé la vista y vi que el vagón en el que iba estaba vacío. Guardé el libro y comencé a justificar los hechos, seguramente el metro se había detenido como siempre y quizá ese vagón estaba vacío, pero los demás no. Un vagón vacío no significa nada, lo preocupante sería que todo el metro estuviera vacío.


Me levanté y me asomé por las puertas de los dos extremos. Al menos hasta donde mi vista alcanzaba, no había nadie salvo yo y afuera la oscuridad del túnel.

Quizá si no hubiera tenido prisa lo hubiera tomado con cierto humor y eso que sin llegar a ser claustrofóbica, no me hacen gracia los lugares cerrados. Quizá me hubiera parecido divertido si hubiera sido por poco tiempo, pero llevaba varios minutos encerrada y nadie en el subsuelo lo sabía.


Simplemente para corroborar lo que ya sabía, observé los indicadores de las estaciones, efectivamente, Barranca del muerto era la última estación de la línea naranja. Me había confundido de dirección.


No solamente iba tarde, no tenía señal en el celular y no había tomado la dirección que va hacia El rosario, sino que además estaba encerrada por un tiempo indefinido, hasta que el conductor designado volviera a su puesto y el metro a circular.


De nada hubiera servido gritar; en los túneles no se habría escuchado y además sigo sin saber si me encontraba completamente sola, es por ello que ni siquiera lo intenté. El que no gritara no significa que no estuviera nerviosa, todo lo contrario, el momento era inútil y el susto me cerró las garganta. Por un momento consideré golpear una ventana, a pesar de mi afán de destrucción, las ventanas son muy resistentes. En caso de romperla no iba a vagar por los túneles.Fue entonces que vi una palanca roja. Claro que como todo “botón rojo” tenía una advertencia: “uso exclusivo en casos de peligro todo mal uso será sancionado”.


Sobra decir que comencé a deliberar si mi situación podría considerarse una emergencia o si implicaría una sanción. Además seguramente, a pesar de que es bien conocida la indiferencia humana, no tenía cómo explicar mi presencia, es poco creíble que no supiera que esa era la última estación, cuando la realidad es que soy bastante distraída y que incluso noté que estaba encerrada después de bastantes minutos.


La noción del tiempo es inexistente; excepto cuando estás encerrado. Llevaba alrededor de 20 minutos acosada por varios pensamientos pesimistas y dramáticos. Seguía mirando la palanca.

Intenté hojear el libro para distraerme, pero mi vista saltaba de las frases a la palanca, de la palanca a la puerta y de la puerta a los personajes sin rostro que no me avisaron que era la última estación. Los odiaba por su indiferencia y en secreto los maldecía.

Sucedió el primer cambio al ambiente. La luz del vagón se apagó. No pude evitar exclamar “carajo” porque seguramente el apagón era el augurio de que dejarían reposando el metro indefinidamente. Me levanté del asiento, decidida a que la sanción era poca cosa comparada con quedarme encerrada todo un día a oscuras; al menos la palanca tenía una señal fluorescente y cuando al fin iba a jalarla, las luces se encendieron y el metro comenzó a moverse en la dirección contraria. Corrí al asiento como si nada hubiera pasado.


Cuando regresé a Barranca del muerto, ya habían varios pasajeros esperando y por un instante las reglas de la inexpresión se quebraron. Algunos me miraban con sorpresa, otros con burla (quizá les había sucedido lo mismo que a mí y sabían como yo, que en el principio cuando el vagón ya era, ya estaba yo) y algunos otros con molestia; aunque evité ver mi reflejo por la ventanilla, sabía que mi cara de susto era evidente, además de que mi sentimentalismo femenino y mis pensamientos recurrentes de la fatalidad me habían dejado los ojos llorosos.

Bajé la mirada procurando disimular y cuando llegamos a Mixcoac y entraron nuevos pasajeros, la historia ya se había perdido en el anonimato, justo como debía de suceder, porque en la ciudad del subsuelo hay una especie de olvido colectivo.

Poco a poco me fui también olvidando, aunque ya no saqué el libro y comprobaba al menos cada dos minutos que iba en la dirección correcta.


En Tacubaya el vagón se llenó y aunque los vendedores ambulantes aparentemente fueron exiliados del subsuelo, en realidad se cuenta que sus fantasmas siguen vagando por ahí. Me distraje con algunos que subieron. Uno comenzó a anunciar con voz potente que se sobreponía al sonido de la velocidad, la increíble ganga de comprar 100 mariposas y la practicidad que era para la vida cotidiana de la mujer poseer de repuesto las mariposas; una niña descalza repartió unos papeles que pedían dinero y un vendedor más anunció la increíble pomada que cura el cáncer y el sida, al fabuloso precio especial de 10 pesos.


Mientras me reía mentalmente de la pomada, una mujer con leggins rosas que dejaban poco a la imaginación, sacó una moneda y pagó por la pomada. Para aumentar el sinsentido y las situaciones absurdas, sólo faltó el vendedor, que le viene manejando lo mejor de la salsa en un mp3 y que en su deseo de hacer bailar a los pasajeros, deja escuchar su producto a todo volumen. Supongo que la mochila-bocina es uno de los inventos del gremio; de lo que no queda duda es que siempre hay un comprador a pesar de la inutilidad del producto. La ciudad del subsuelo cuenta con sus propios locales y tiendas móviles.


Al menos faltaban dos estaciones, Constituyentes y Auditorio, para poder bajarme; decidí levantarme y antes de que lo hubiera hecho por completo ya había otro cuerpo ocupando el lugar que acababa de dejar; las leyes de la física pueden cuestionarse seriamente en la ciudad del subsuelo. Parece que son opuestas o incluso inexistentes.

Salí empujada y empujando; esquivando a los que empujaban por entrar. Era demasiado tarde, tanto que ni siquiera me divertí mientras subía corriendo la escalera musical de la estación Polanco. Ya me detendría de regreso.


La ceguera momentánea que se experimenta en el ascenso del subsuelo hacia la ciudad de la superficie, me hace pensar inmediatamente en la Caverna de Platón, es la misma visión de la realidad nublada por irrealidad del subsuelo; la gente deja de avanzar al mismo ritmo, se hace más lenta, las miradas ya pueden cruzarse. Simplemente subimos con otra cara y otra gravedad, porque no podemos comportarnos como si siguiéramos bajo la ciudad.


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