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Tragedia en el mundo prehispánico

Foto: anónimo. © 92796. CONACULTA, inah, sinafo, fn, México

​Aristóteles sentenció en su Poética que “(…) los hechos y la fábula son el fin de la tragedia…” de modo que “(…) la tragedia es imitación de una acción y, a causa de ésta, sobre todo, de los que actúan.” Esa descripción fundacional del teatro, de alguna manera, se ha mantenido viva con el pasar de los años dentro de la cultura occidental y ha acompañado, casi como un bautizo, a los vástagos producto del matrimonio de aquélla con el resto de las culturas en el mundo.


Sin embargo, en el caso específico de México y la teatralidad prehispánica podría pensarse que la explicación aristotélica se diluye ante el monolito existencial de las representaciones indígenas. Por lo tanto, la pregunta incómoda se hace presente: ¿esas actividades indígenas pueden ser consideradas como representaciones teatrales? Seré rápido y conciso: no del todo.

Ya sé que mi juicio es duro y podría calificarse de apresurado; sin embargo, me gustaría exponer el por qué del mismo.


Primero habría de preguntarse: ¿las representaciones indígenas acaso no poseen una estructura en los hechos que presentan? ¿Acaso no hay un antes y un después entre el acomodo de cada situación o paso? ¡Por supuesto que sí!: cada presentación se ve delimitada en sus partes; un baile se sigue de otro; un diálogo sigue a un baile y una oración acaricia las últimas palabras de otra.


¿Entonces es que en los bailes indígenas, en sus diálogos y en sus pasos no hay caracteres? ¡Tampoco! Pues hay personas con sus rostros cubiertos; los que participaban se disfrazaban de animales y éstos, adoraban a los ídolos.


Si se ha mostrado que los indígenas contaban en sus danzas y bailes con una consecución de acciones representadas, con caracteres que las envolvían y las llevaban a cabo; ¿entonces es que no había una idea que moviera a ambas características? ¿No había un mensaje detrás de las acciones de tales caracteres? ¡No! ¡De hecho lo había!: tan lo había que cada uno de los bailes, cada uno de los vestuarios y cada uno de los movimientos, palabras y gesticulaciones integraban una parte del mensaje, pues contaban con un significado propio que transgredía la identidad del medio y lo transformaba para significar otra cosa: el uso de un color representaba algo diferente si se usaba uno u otro tono; si un “actor” hacía uso de cierta pluma o cierta máscara, entonces era diferente lo que su movimiento o diálogo podía significar.


¿Entonces los indígenas no hacían tragedia porque eran mudos y sus palabras no eran tales? ¡No!, ¡tampoco! Sus fiestas estaban llenas de oraciones, cánticos y discursos: conocían tan bien la palabra como un occidental, pero con idiomas distintos. Había elocuciones: sus conceptos se elevaban, junto con sus vestidos y sus movimientos, hacia estadios superiores; por medio de la metáfora querían rasgar lo divino; y, en palabras de la especialista Yolanda Argudín, “… asegurar el poder de los dioses y ofrecerles sus máximos dones: su propia sangre y corazón.” Justamente en esto se encuentra la clave para poder contestar “no del todo” a la pregunta inicial: el fin de las representaciones prehispánicas cae en el terreno teológico; el fin es ritual.


Si bien es verdad que el ritual implica una reverencia y, por lo tanto, mueve hacia la catarsis; ésta no nace propiamente de la estructura misma del ritual; sino del objeto último al cual se dirige: evocar el temor y la reverencia hacia lo divino. Aún cuando las actuaciones propias de las fiestas prehispánicas pudiesen contar con los seis elementos que Aristóteles nos propone como necesarios para la tragedia, el fin - y cuanto deviene del mismo- no empatan entre el uno y el otro. Por lo tanto, se descalificaría de dichas presentaciones la teatralidad propia de la representación sin, por ello, demeritar el sentido religioso que, de hecho, les es propio.

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