Fotografías de la exposición por @michelbeauclerq
Llegamos media hora tarde; la cita era en el Museo de San Carlos, en la Ciudad de México. Michel y yo corríamos porque la nota es la nota y, sin ella, un medio noticioso no es tal. El recorrido para prensa de la exposición De Rubens a Van Dyck, según la invitación, ya había iniciado.
En el vestíbulo del museo aún estaban los periodistas y los fotoreporteros; unos escuchaban las palabras que Marisa Oropesa, la curadora de la exposición, les dirigía; los otros, capturaban con su ojo biónico las tomas más buenas... según dictara su gusto. Yo sólo alcancé a escuchar la introducción que nos hizo del señor Hans Rudolf Gerstenmaier, el dueño de la colección que, amablemente, prestó al museo y quien, de hecho, parecía bastante emocionado de ver sus cuadros en tal recinto.
El coleccionista nos invitó a decirle, una vez dentro, cuáles
cuadros nos gustaban más… cuáles nos parecían más bonitos: ¡a él todos le resultaban así! Nos invitaron a entrar y, lo primero que mis ojos vieron fue el cuadro La virgen de Cumberland de Rubens, obra a la que el mismísimo Gerstenmaier apeló como “la perla” de su colección. Porque, aunque “cuando eres coleccionista debes de saber lo que buscas”, dentro del arte flamenco, “el diamante es un cuadro de Rubens”.
En efecto, eso mismo pude constatar: en la pintura
se podía notar una naturalidad en la pincelada que sólo el tiempo y la maestría pueden otorgar; y, pese a que la luz aún no era la que dictaba la museografía de la exposición, los colores vivos dentro del marco compartían su vida con la imagen de la Madona que miraba al niño y éste, a su vez, contemplaba al infinito fuera de la escena visible.
Tal obra de arte me hizo entender, con su sola presencia, que la sala estaba cargada fuertemente del género religioso; y, en efecto, así era: los colores brillantes hacían gala de viveza y daban vida a motivos que, la parte protestante de la pintura holandesa, no pudo ni quiso tocar: las figuras religiosas; caminé entre obras que me mostraban la infancia de Jesús, a la Virgen María, a los Reyes Magos y, finalmente, una pintura de rasgos renacentistas donde las figuras de Cristo y los dos ladrones crucificados eran el resultado de un estudio anatómico anterior cuyo desarrollo les había dotado de unos músculos grandes y marcados.
Caminé un poco más y me sentí en una selva o un jardín. Todo en derredor estaba repleto de naturalezas muertas, bodegones, flores y escenas bucólicas donde, nuevamente, los colores brillantes llenaban el cuadro y excitaban mis ojos. Pude ver las líneas refinadas que clamaban por capturar las sustancias de las cosas retratadas: los pavorreales correteaban, las aves de corral llenaban los muros y la extravagancia soñadora del idílico paisaje embriagaba a todos; era como si nuestros ojos desnudos percibieran las notas penetrantes y metálicas de una guitarra flamenca.
Dejé atrás los cuadros donde varias
manos maestras participaron en su creación — hay que recordar que, en esta época, los talleres abundaban y, muchas veces, más de una mano intervenía en la creación de un cuadro… aun cuando sólo El Maestro lo firmara —; me encontré entonces con papel y tinta. La última parte de la exposición conjuga, quizá, lo más recatado para la vista: joyas del grabado creadas por Van Dyck que representan a figuras ilustres —intelectuales, políticos y artistas—; así como paisajes sobrios donde la realidad natural se vuelca en la singularidad de la vida humana.
¡Pásate un rato por el Museo Nacional de San Carlos a partir del 30 de octubre y hasta marzo del 2016; ésta exposición vale mucho la pena! Además, como parte de esta muestra, podrás ser parte de un taller flamenco del siglo XVII, donde podrás conocer y experimentar con las diversas técnicas artísticas y los diferentes materiales por medio de diferentes actividades.
¡Recuerda, el museo está en Puente de Alvarado 50, colonia Tabacalera; puedes llegar desde el metro Hidalgo o Revolución!