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La noche de Martín

Imagen tomada de: http://photos.up-wallpaper.com/images/i3vk535izjw.jpg


Se levantó y gritó: “¡Quiero ser el niño más inteligente del mundo!” Su mamá que se encontraba cerca le dijo entre risas “Buenos días Martín, tú ya eres el niño más inteligente que conozca.” Y el pequeño haciendo una mueca respondió inmediatamente: “Pero tú no conoces muchos niños mamá, quiero ser más inteligente que Pedro y hasta más inteligente que el profesor Juan.” Conociendo bien a su hijo, Mariana se le acercó y escondiendo su sonrisa, con un tono entre serio y enternecido le dijo: “¿Y cómo vas a hacer eso?” y Martín que estaba a punto de saltar fuera de la cama le susurró al oído: “Con una esfera de inteligencia.”


Dicho esto se fue corriendo a la cocina y Mariana lo persiguió con sus pantuflas en las manos. Desde que le habían dado permiso de usar el tostador a Martín le gustaba hacerse su desayuno todas las mañanas. Tomaba dos rebanadas de pan tostado, las untaba de mantequilla y a una le ponía jamón y a la otra mermelada. Le divertía darle una mordida a un pan salado y otra a uno dulce, sentía que su paladar se confundía.


A sus enormes ocho años, Martín había decidido que sería un aventurero, como su tío Aurelio. Aquél vivía en Uruguay, pero había recorrido, lo que a Martín le parecía la mitad del mundo, antes de instalarse ahí. De joven se había enamorado de una cantante cubana y se fue a vivir con ella algunos meses en La Habana. Desilusionado por esa breve relación, pero ya habiendo abandonado su tierra natal, nada le obligaba a regresar. Encontró una oportunidad como profesor de español en la Martinica y ahí vivió por cinco años, antes de enamorarse de una uruguaya y seguirla.


Esa noche vendrían amigos de Mariana y Esteban, su papá, a cenar; algunos tíos y primos, así como el nuevo bebé de la familia. Martín se vestiría de anfitrión de ceremonias y se encargaría de recibir a los invitados e indicarles donde sentarse. Sus tareas implicaban también ayudar a poner la mesa, a escoger la botana y a elegir los elementos de decoración. Conservaba la misma energía con la que se había despertado, corriendo, a pesar de las constantes quejas de su mamá, por toda la casa lanzando todo tipo de ideas para la noche.


Ansioso y cansado de esperar pasaba de la sala a la cocina, incapaz de prestar atención a un capítulo de los Padrinos Mágicos del fin de semana pasado. “Martín, si no dejas de subir y bajar del sofá vas a terminar por arrugar toda tu ropa.” Le decía su mama divertida de verlo tan emocionado. “Por qué siempre vienen tan tarde si nosotros estamos listos desde temprano.” Mariana, se esforzaba por no revelarle la razón por la cual se había organizado esa cena, sabiendo que al descubrirlo, Martín, no cabría de la emoción y sería incapaz de esperar un segundo más. “Ay Martín, pues es cena, las cenas se hacen de noche.” Le dijo entonces y sin tardar, con tono de reclamo su hijo respondió: “Yo ceno más temprano…”, sabiendo que entrar en una discusión era inútil Mariana optó por encargarle una última misión: “Hijo, ve a ver si no dejamos nada por ahí tirado, ya no tardan los invitados.” Y dando media vuelta sobre uno de sus pies, la cabeza inclinada y viendo hacia el techo se fue a ejecutar su tarea.


Estaba a la mitad de su inspección cuando se escuchó el timbre sonar, “¡yo voy!”, y corriendo fue a la puerta. Su mamá tenía su mano sobre la perilla, la puerta estaba abierta, ya iba a gritar cuando sus ojos se posaron sobre el hombre que estaba frente a él. “¡Mamá! Es…el tío Aurelio” se detuvo largamente en la “A” del nombre. Indeciso sobre lo que tenía que hacer: correr o caminar, fue su tío que se acercó a él tomándolo fuerte entre sus brazos, hasta quitarle el aire.


“¡Aurelio?”, “mamá, ¿nadie me dijo?”, la emoción le quebraba la voz al niño, que no podía creer semejante evento. “Ven, Aurelio, te tengo que mostrar tu lugar” y bajando la voz “bueno es el de papá, pero papá siempre lo usa, te lo puede compartir.” Y concentrado como estaba en acomodarlo se olvidó que tenía que acudir a la puerta cada que alguien sonara. “Tío, ¿cuánto tiempo te vas a quedar?” decía esto mientras se sentaba en sus rodillas. Jugando con su cabello, contestó: “Unos cuántos días, me voy el miércoles.” Casi enojado Martin le reclamó su corta visita, pero incapaz de molestarse con su tío su mente hervía de preguntas.


“¡Martín!” Esteban esperaba a su hijo en la cocina, quien de costumbre odiaba que otros llevaran a cabo sus deberes de anfitrión. Pero el niño no daba señas de haberlo escuchado, su papá sabía bien que la llegada de su hermano volvía loco a Martín, y rara vez se le podía pedir de hacer algo si no era su tío que lo pedía. “Martín, ¿nos das permiso de hablar y de saludar a Aurelio?” lanzó una de las amigas de su mamá, “ve con tu papá Martín, si tú no nos traes las botanas no vamos a poder comer.” Recordando su papel, Martín acudió a la cocina y dispuso los distintos platos en el centro de la mesa, mantenía un ojo sobre su tío y buscaba desocuparse lo más pronto posible.


Conforme los invitados terminaban de instalarse se escuchaban cada vez más sus risas y cada quien luchaba por hacerse escuchar por el otro. Conversaciones laterales, verticales, en zigzag y sin ningún tema fijo. Martín se deslizó entre toda esa gente caótica para volver a las piernas de su tío. “Tío, tengo que decirte algo muy importante, y sólo tú puedes ayudarme.” La voz dulce e infantina quitaba toda seriedad a la frase, pero Aurelio sabía bien que estaba por revelarle una de sus inquietudes. “Dime Martín, ahora que nadie nos escucha.” “Bueno, necesito tener la esfera de la inteligencia.” “¡Dónde escuchaste hablar de eso?” “En un libro, en la escuela…” “¿y qué más?” “…y los grandes en el recreo hablaban de un hombre que salvó a su país porque tenía la esfera.” “Y tú qué harías con ella, ¿salvar el mundo?”


“No, Aurelio, escúchame. Quiero saber por qué a veces mamá sonríe cuando está triste. O porqué papá se enoja tanto cuando tiene que hacer cosas del trabajo. Y también convencer a los papás de Pedro para que lo dejen quedarse a dormir y a los adultos a jugar con nosotros en el jardín. Deseo saber por qué los adultos casi nunca entienden mis dibujos, y que no se rían de mí cuando les explico algo. Me gustaría siempre estar de vacaciones con Pedro, mis papás y contigo y entender por qué no es posible.” Las palabras se le amontonaban y empezaba a bostezar. “Martín, lo que dices es de verdad muy importante, yo tenía una de esas esferas de joven, pero la usé para entender el movimiento de las estrellas.” “¿Cómo?, no sirve para eso”, “claro que sí, bueno para mí sí, pero tú no quieres ver las estrellas, ¿verdad?” “No, porque no sirve para eso.”


Aurelio levantó suavemente a Martín, se puso a su vez de pie, y silenciosamente, se fueron hacia el jardín. El niño no sabía porque de repente su tío se había levantado, ni por qué tenían que irse al jardín, pero no tenía tiempo para hacerse tantas preguntas. Fuera del ruido de la casa el mundo parecía haberse detenido, el aire se sentía suave y olía a húmedo, la luna se escondía detrás de ligero velo de nubes dejando escapar un argentino haz de luz. “Mira Martín, esto es algo que sólo se da a aquellos que lo desean y saben que se puede alcanzar con él.” Diciendo esto se puso de rodillas para que el niño pudiera verlo a los ojos sin sacarse un dolor de cuello. “Aquí, en mi bolsillo, ¿la puedes ver?, aún me pertenece, así que no la puedes tocar con tu mano desnuda, la voy a meter en el bolsillo de tu pantalón…” A Martín se le abrían los ojos como a una lechuza, incapaz de abrir su boca o de asimilar lo que estaba pasando. “Ahora, vas a ir a la cocina, tomarás el salero y un vaso de agua, luego ve al baño de tu cuarto y con una toalla saca la esfera de tu bolsillo, ponla en el vaso con agua y un poco de sal. Deja el vaso cerca de la ventana de tu cuarto, para que la luna la limpie.”


Nunca Martín había recibido tantas instrucciones de un tajo, y su mamá se hubiera sorprendido al notar que había entendido y registrado cada uno de los detalles. Sin siquiera dar las gracias se dio la media vuelta y con un paso veloz pero solemne se dirigió a la cocina y a su cuarto. Aurelio, ya de pie, lo veía irse, orgulloso y con el aire de quien acaba de delegar un objeto invaluable a quien sabría apreciarlo.

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