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Tristán e Isolda

  • Joaquín Cruz
  • 2 ene 2016
  • 5 Min. de lectura


Día con día el deseo forma parte de la vida, desde lo más básico como el deseo por el alimento que nos permite sobrevivir, hasta lo más complejo como el deseo erótico. De una manera u otra vamos saliendo al paso a lo largo del tiempo gracias a la satisfacción de nuestros deseos y al surgimiento de otros nuevos. La historia de la humanidad, bajo esta concepción, se resume en un constante juego de tensiones e impulsos con sus respectivas resoluciones. Y la música misma parece seguir este patrón de momentos de anhelo y plenitud que se suceden los unos a los otros, como un diálogo compuesto enteramente de preguntas y respuestas que sólo generan más preguntas.


Dos grandes pensadores compartían estas inquietudes en torno al deseo. Uno, el filósofo Arthur Schopenhauer, el otro, el compositor Richard Wagner. Por un lado Schopenhauer, en su obra El mundo como voluntad y representación, se hizo una imagen del mundo en la que un sólo principio rector estaba detrás de todo; dicho principio es, de acuerdo a nuestro amigo Arthur, la voluntad. Por el otro lado, Wagner, quien era un entusiasta lector de Schopenhauer, retrató este aspecto de la naturaleza humana (la voluntad y el deseo) en su célebre drama musical Tristán e Isolda de una manera innovadora, tanto musical como narrativamente, que explora un aspecto en particular del deseo humano: el deseo erótico y el amor.


El deseo humano de suyo es un aspecto de nuestra naturaleza suficientemente complejo. Nuestros deseos, por lo general, implican la asimilación del objeto deseado de tal manera que cuando éste se alcanza lo hacemos parte de nosotros y en este proceso es consumido. Esto se ve de manera muy clara en el alimento, el cual queremos para comerlo, para consumirlo; la única manera de satisfacer tal deseo es comiendo y por lo tanto haciendo que el objeto deseado se extinga. Lo mismo sucede, al menos de manera muy similar, con casi todas las cosas que deseamos: de una manera u otra siempre las queremos para algo; es decir, siempre hay un interés de por medio que implica que lo deseado sea explotado. ¿Pero, qué pasa cuando lo que deseamos no es un objeto, un algo, sino un ser humano, un alguien? El objeto de deseo no puede ser consumido, o al menos sabemos que no lo desea y que hará todo lo posible para evitar perecer ante aquel otro que, si lo desea de ese modo, será visto como una amenaza.


Precisamente el conflicto del deseo erótico surge de esta tensión. Pero el deseo erótico, o el amor, se distingue del resto de nuestros deseos en que no opera de la misma manera. En él la dinámica del depredador y la presa se rompe y el diálogo se da entre iguales, pero de una forma tal que ambos polos de la relación participan como si estuviesen posesos por una fuerza que los sobrepasa. El enamoramiento no funciona de manera tan sencilla como el hambre, cuando uno necesita comer puede comer lo que sea; es decir, no importa si me como éste filete o aquel con tal de alimentarme. O incluso si soy muy exquisito y me gusta seleccionar mi comida, me puedo contentar con cualquier ejemplar que cumpla con las condiciones que establezco para que sea servido en mi mesa. Con el deseo erótico las cosas no son tan sencillas. Uno simplemente no escoge de manera completamente libre de quién enamorarse. Ciertamente, algo de libertad hay en tanto que decido entregarme o no a la persona que me enamora; pero no termino de ser dueño de mis emociones, no puedo controlar el sentimiento de vacío en el estómago que ella me provoca. ¿Cómo funciona ese deseo entonces? Quizá nunca llegaremos a comprenderlo por completo, pero ello no significa que no podamos hablar de él y esto es lo que hace Wagner en Tristán e Isolda, nos habla sobre ese rincón obscuro de nuestra afectividad que es el deseo erótico y el enamoramiento.


Wagner retoma lo propuesto por Schopenhauer cuando retrata a Tristán e Isolda. Nos pone delante de dos personajes que son movidos por algo más grande que ellos. Además, el mundo en que viven se opone a lo que aquella fuerza que los sobrepasa los mueve a hacer. Las reglas sociales y éticas a las cuales están atados los obligan a fingir una realidad que es ilusoria; es así que deben pretender ante el resto del mundo que nada sucede entre ellos cuando, en realidad, cada instante que pasa el uno sin el otro es un infierno en la tierra. Sólo durante la noche, al cobijo de la obscuridad que cubre las sombras del mundo con una sombra aun mayor, pueden acercarse a la satisfacción de su deseo. Pero, ¿cómo se satisface este deseo? La fuerza detrás de cada una de sus acciones es tan grande, y el deseo tan profundo, que su resolución no puede estar en el mundo del cual tanto se han esmerado por escapar. El mundo de ilusión es lo que les impide llegar a unirse de la manera en que el amor que se profesan los obliga a hacerlo. Simplemente no hay forma en que los dos personajes puedan consumar su amor si permanecen en el mundo que Schopenhauer llamó “mundo de la representación”, o de la “apariencia” para hacer notar que en él no se puede encontrar la verdad.


Sólo hay una manera de superar este deseo y de consumar el amor de Tristán e Isolda: el completo abandono de sí. Sólo a través de un desprendimiento total de la propia individualidad los personajes pueden compenetrar el ser del otro. Esto sólo se logra mediante la muerte.


El cúlmen de la obra, tanto musical como narrativo, se da en el momento en que ambos personajes mueren. Siguiendo a Schopenhauer, la manera más efectiva de superar por completo la dinámica de representaciones sería a través de la muerte; esto debido a que la muerte implica que se deja de desear por completo. Morimos y con ello ya no se desea nada más, no hay otro deseo que venga después de la satisfacción del anterior y, por lo tanto, es una manera efectiva de superar a la voluntad. Pero Tristán e Isolda no mueren por escapar del deseo o de la voluntad, sino que más bien la única manera de consumar su amor es dejando éste mundo. Su amor no encuentra otro camino que la plena satisfacción de ese deseo y ello, con la muerte, implica también que después de ese no vendrá otro deseo. No hay aquí depredador ni presa, ni se consume el objeto del deseo, sino que ambos participantes encuentran el uno en el otro una realidad que los hace abandonar su propio ser, al mundo y, con ello, a cualquier otro deseo.

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